jueves, 8 de enero de 2009

fiesta

El lastimoso sonido de un cuerno despunta heroico anunciando el sublime suceso. Las almas que una vez se cruzaron y entre ellas se hablaron al oído llegando incluso a caminar juntas, concienciadas de su exilio se encaran tristemente al muro que las separa unas de otras y recuerdan a modo de purga, su vergonzoso transitar aladas en pos de la dicha que creían contenida en el placer o la gloria. Las que han perdido la lozanía se preguntan acerca del momento en que permitieron que eso ocurriera. Otras, ya despojadas de cualquier recuerdo y mientras andan en cuclillas, esgrimen rosarios insignificantes sin poder evitar, en el vaivén de sus cojones a cada paso, soltar sonoras pedorretas. No habrá más celebraciones, ni festejos, nunca más, a partir del sonido del cuerno se reirá. Hoy sí, hoy os dejaréis caer de bruces y podré someteros a placer.
Apenas había gente en la ciudad, y los pocos que se veían se afanaban inquietos en sus últimos quehaceres presos de una extraña agitación. El resto se debía hallar presenciando las ejecuciones de los bandidos capturados en el Cedrón. Desde la puerta de los rebaños, bordeando la muralla, hasta el calvario se extendía un largo y penoso camino de crucificados en silenciosa agonía. Situados en un concreto limbo que los separaba unos palmos del suelo y del resto a los que todavía no les era dado agonizar, señalaban su confinamiento exánimes, exhalando sólo de vez en cuando un grito que era una llamada de auxilio ante el mundo o las fuerzas que lo animan, sobre su martirio insoportable.

...Quizá fuera la proximidad de la muerte lo que hacía erguirse su grueso pene, al menos eso he creido hasta hace poco, y los soldados persuadidos bromeaban y reían masajeándoselo para que terminara de empalmarse. Las muescas de los recientes latigazos impresas en esa piel blanca me humillaban a mí más que a él, al sentir que acrecentaban mi deseo, también translucible en el grosor que alcanzaba mi polla y que no era si no un pequeño síntoma de todo el barullo que era mi corazón. Estaba enamorado. Y cuando a punto se encontraba el verdugo de golpear la cabeza del primer clavo apuntando contra su muñeca, no pude hacer otra cosa que detener su mano y hablar no sin infinita vergüenza por todos los que allí estaban.

- Puedo ayudarte si no te ofendes por ello - le anuncié en tono grave, esperanzador... fascinado por el modo en que su glande se descubría sobre su ombligo

- ¿Qué deseas de mí? -se interesó él, con débil voz, despojado de su orgullo, derribado al sentir el tacto del hierro a punto de atravesarle

-no debe de ser difícil leer en ojos de los que te admiran, sus deseos... - y su mirada evidenciaba todo el trabajo y la fiebre que se fraguaba en su interior, oscura, más ahora que las pupilas lo llenaban todo, tratando de ver más allá de mi rostro, dispuesto a cualquier acto por su salvación. Y cuando finalmente percibió mi hinchazón, después de dudar unos instantes, se liberó con violencia de las manos que lo apresaban, arrodillándose ante mí. Aunque no creí que alguna vez se hubiera ejercitado en cometidos como este, se acercó a mi polla y arropándola con dulces labios, la mamó como seguro le gustaba que a él se lo hiciesen. El miedo lo inspiraba felizmente y yo ufano, de nuevo manifesté silenciosamente gratitud al cielo por la visión de esa espalda humillada de heridas, sometida a la servidumbre de mi polla que veía aparecer y desaparecer ensalivada de su boca como un extraño absceso. Se ejercitaba en técnicas que ensayaba y aplicaba concienzudo por primera vez y cuando se daba un respiro, aprovechaba para mirar a cierta distancia la carne, con sorpresa quizás, de sentirse disfrutar con ese acto. Lo dejé hacer, complacido por su buena disposición, recreándome en el modo en que aplicaba para mi placer, cada gesto que aprendía. Empecé entonces a acompasar mis movimientos con los suyos, más pausadamente al principio para ir progresando en intensidad hasta sentir la inminencia del orgasmo. Me introduje con fuerza hasta el interior de su garganta, aprisionando bien su cabeza con las manos y aunque frenando su natural instinto de debatirse por la asfixia, recibió mi esperma con una fuerte arcada. Una vez liberado pudo toser cuanto quiso y levantando la mirada desde el suelo quiso complicarme con una maravillosa sonrisa porque no sabía que su suerte ya estaba trazada de antemano y mi promesa era mentira. Cuando fue izado, su polla túrgida lo debía enfurecer más que mi engaño y no dejaba de insultarme escandalosamente.

El comandante Stuart me observaba con maravilla, creyéndome divinamente inspirado, observando mis actos con detenido celo. Las siluetas negras de los crucificados contrastaban bruscamente con los cirros violetas del firmamento y conforme la tierra se iba tiñendo de sangre y el dolor cuajando en el aire, el cielo abandonaba sus viejos pudores entregándose desnudo al infierno, copulando al unísono que la muerte lo hacía con el placer y la sangre con el vino. Stuart, como un rey de armas aparecido del rojo firmamento, continuaba dedicado a mi contemplación y buscaba ahora mi mirada para exhortarme a actos que yo creía adivinar.

Señalé al siguiente en ser ejecutado que enseguida fue liberado del peso de la cruz así como de sus ropas y Stuart sonrió apenas lo suficiente como para darme a comprender que yo actuaba según un plan. El reo exhibió un cuerpo florido de lisos muslos, culo aterciopelado y espalda interminable y Robin ya ordenaba que entre dos, lo sujetaran a fin de facilitarme la tarea de metérsela y de revolverme en su interior. Su rostro aunque joven, asonante con su torso lechoso y terso de adolescente y los delicados brazos, no era equilibrado. Había en él una informidad quizá a causa de su mandíbula demasiado alargada o sus ojos sapunos o quizás de la desigual pelusa de su bozo que en la mortecina luz de antorchas, lo hacía repulsivo. Gritaba exageradamente y yo lo detesté por permitirse, a pesar de su fealdad, ponderar de esa manera la manifestación de su dolor. Busqué su ojete entre los relucientes glúteos y lo ensalivé mínimamente para permitirle el paso a mi polla. Gritó aún más si cabía al sentirla deslizarse dentro y yo embrutecido no tuve reparo en golpear con ímpetu y sin miramientos el trasero que se hacía sentir agradablemente al contacto con la parte alta de mis muslos al final de cada embate. Golpeé y golpeé apresando sus testículos y estrujándolos con fuerza, exhortándole a gritar cuanto quisiera pues su dios se hallaba lejos, inalcanzable a sus lamentos. Y él obediente así hacía como un animalejo apresado excitándome cada vez más y animándome a embestir ciegamente, desalojando entero mi rabo de su culo para meterlo de nuevo en su interior con toda la brusquedad de que era capaz sin atender a los límites que mi propia resistencia a la fricción pudieran imponerme. Me corrí todo lo deprisa que pude a fin de ahorrarle a mi verga el sacrificio de empujar mierda tan innoble y obligándolo a dejarse caer de rodillas restregué en su cara toda la miasma de su intestino que se había adherido a mi polla. Y aún cuando terminé mi aseo, él siguió gritando, negándose a ser crucificado. Todavía sujeto por ambos brazos, Kimberley aprovechó para propinarle una buena tanda de patadas en los cojones que lo tranquilizaron y castrarlo con su cuchillo. Gesto en apariencia cruel pero que le ahorraría una larga agonía en la cruz y que aliviaría al paisaje de sus gritos. Ya en silencio, fue izado.

Encenagado de amor trataba de adivinar con ansiedad de adicto, en el informe bulto de cuerpos condenados, el siguiente a desnudar. A todo lo largo del sembrado de cruces los ciudadanos festejaban haciendo oír sus tambores, sus gritos y risas ebrias, en la orgía general en que había devenido su júbilo. Stuart eligió por mí a un niño bailarín con el que alguna vez, en ausencia de Paul, se me había escapado algo de ternura, allá en las cuevas. Me acerqué a él decepcionado. Conocía ya su cuerpo y cuando lo desnudaron no significó ninguna sorpresa; su ingle lisa y lampiña, apenas visible la cicatriz de su amputación que remedaba una delicadísima vulva impúber, sus finas pantorrillas, su abdomen interminable sobre su delicada cintura... sus ojos negros muy abiertos bajo mechones de pelo rizado y labios finos, extranjeros, que lo hacían raro y exquisito. Kimberley me ofreció su puñal y con él busqué entre sus piernas, su vieja cicatriz, para abrirla. Sin miramientos, con la fuerza que exigía practicar un agujero sondable y de una profundidad que me sirviera en mi propósito. Alojar mi polla dentro de la carne recién abierta fue una impresión nueva y la sangre acariciando mis huevos antes de caer en tierra me animaba en mis aprendidos gestos de amante, empujando como si jodiera a una verdadera muchacha. Él apenas gritaba; gemía tan solo, derramando abundantes lágrimas, inconsolable ante el hecho de que yo pudiera hacerle tanto daño. Enfrentado a mí, trataba penosamente de capturar mi compasión con sus ojos ambarinos, irisados por el agua de su mal, sin encontrar en los míos más que un obcecamiento que iba más allá de cualquier sed y se anteponía a cualquier afecto. Me corrí en lo profundo de su herida y mis ojos enfebrecidos debieron dolerle más que la hoja del cuchillo pues cerró los suyos con infinita pena, apartándose de donde yo estaba, confinándome al inmediato olvido. Ya desmayado cuando lo izaron, no volvió a sentir el dolor.

La sangre me manchaba de los muslos a los pies y mientras capturaba las últimas gotas de semen presionando desde abajo sobre mi verga tiesa y también ensangrentada, volví mi cabeza para buscar a Stuart. Sentí fascinación y exaltamiento en su rostro, como si de repente las doce fuentes de la sabiduría le hubiesen sido reveladas, de forma abrupta, directamente por el culo sin los larguísimos prolegómenos que exige su estudio.

Ya era noche cerrada y la de las antorchas era la única luz que nos hacía visibles los cuerpos. Robin y Kimberley bebían vino y se besaban con alegría detrás de cada palo ensangrentado, marcando con cada beso, el vía crucix de su amor, celebrando con risas la fortuna de haberse encontrado. Celoso de ellos los buscaba con la mirada, más allá de los condenados, reclamando para mí, una sonrisa cómplice. Apenas Stuart me vio, quizás descubriéndome, rió con desahogo al tiempo que hacía amago de cascársela. Yo, ofendido volví con despecho a lo que andaba y atraje hacia mí con rencor, a uno de los ladrones. Era hermoso, no el más hermoso, pero sus cejas eran pobladas y sus ojos profundos como simas, su tez oscura, los labios grávidos, el pecho liso y lampiño, algo hundido en el esternón, insinuándose el vello del pubis que coronaba la, como no podía ser de otro modo, pesada verga. De rodillas, con la cabeza entre las piernas de Valerio, podía tantear sus cojones colgando, así como su ojete que era también una oscura sima y que por sus heridas deduje que no debía haber sido desaprovechado por los soldados en el campamento. Me deslicé en su interior abriendo a mi paso las heridas que enseguida manaron su sangre facilitando el acoplamiento. Apenas me moví dentro, detenido como estaba acariciando sus magros glúteos que me apresaban y antes de que comenzara a hacerlo, sentí como se contraían por efecto de un repentino orgasmo. Sus nervios apenas toleraban el contacto con mi polla y lo sufrían con dificultad. Aún así arrecié mis embestidas, recibidas con ininterrumpidos espasmos y gemidos ahogados, pero sin que su verga mermara lo más mínimo a pesar de su reciente desalojo. Al contrario, se elevaba, pareciendo pugnar su cipote enervado, como un arco tenso, por un lugar donde brillar con las demás estrellas del cielo. Y solo bastó que lo apresara con mis dedos para que lanzara de nuevo su esperma a esa negrura que anhelaba. Después de este estremecimiento, sentido en mi polla misma por obra de su culo contrayendo los anillos de su magnífica musculatura, sus orgasmos se sucedieron sin tregua en una suerte de epilepsia incontenible. Hubo de ser aferrado aún con más fuerza entre varios soldados para que yo continuara en mi tarea de encularlo. Maravillado por sus violentas sacudidas, entraba y salía de su culo inquieto, hasta llegar a sentir la inminencia del orgasmo. Mi amante desmayado pudo finalmente descansar su piel de tanto placer y tendido sobre la cruz, nos iluminaba con su gesto embelesado. El sonido del martillear del clavo sobre su muñeca me hipnotizó como si fuera música, urgiéndome la necesidad de ver que trozo de clavo era el que se hundía con cada golpe y como la piel era traspasada con tal limpieza. Aún izado yo seguía oyendo esos golpes secos y precisos, implacables en su asunción de lo absoluto.

Robin y Kimberley abandonaron sus juegos y observaban cautivos a Stuart, como si lo hubieran reconocido. Se acercaban a él con timidez y valoraban incrédulos su rostro. Pero Stuart apenas percibía nada que no fuese esa representación. Para mí no había descanso posible y busqué el dichoso encuentro con mi siguiente amante. Le conminé a que dejase de llorar pues si no lo hacía desearía hacerle daño de verdad. Era joven pero recio y vigoroso y esas lágrimas le desacreditaban. Su pelo lacio y abundante cubría su frente y dulcificaba aún más su rostro originalmente amable. Nunca antes había dejado de sonreír y su boca describía un maravilloso arco que lo iluminaba con gracia desarmante. No así ahora que se empecinaba en hacer mohines que de alguna manera también lo embellecían. Tomé con la mano, de la sangre fresca que se deslizaba por uno de los palos y la restregué sobre su cara





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