miércoles, 11 de marzo de 2009

santuario

Llamé a varias puertas sin obtener respuesta. Llegado al convencimiento de que nadie había dentro entré sin más en una casa que tenía el acceso fácil por la terraza y tras comprobar que efectivamente estaba vacía, busqué agua y alimento. Dentro hallé un pozo y con esfuerzo conseguí extraer toda el agua que necesitaba, y más que me eché por encima. Comí pan ácimo con grasa de cordero y naranjas y el sueño me invitó a tumbarme en el suelo. Mi espalda agradeció el contacto con su dureza y los ojos cerrados veían el naranja de la piel de los párpados translúcidos por efecto de la luz. Las voces que oía se me representaban ahora como una multitud celebrando el baño místico de los iniciados en el Jordán que se besaban con su cachorro de cerdo muerto. Y el mismo cerdo era el que los guiaba a todos cuando inanes caminaban ciegos por la noche, envuelta la cabeza en un saco por el mundo de las tinieblas, desconcertados y aterrorizados por el sonido del timbal, buscando a Kore para regresarla al mundo. Cuando desperté y me reconocí dentro de aquella casa en Betel, abandoné la estancia y busqué de nuevo el encuentro con un igual. El Sol se ponía y la ciudad contrastaba con los reflejos rojizos y naranjas. El santuario de la ciudad era bien conocido de todo Jerusalén y tras escalar la azotea del recinto más alto lo busqué con la mirada. Desde allí disfrutaba de una vista privilegiada de todas las colinas que me rodeaban y del movimiento de las sombras que se alargaban excitadas, deseosas de expirar en la negrura. Antes de que pudiera vislumbrar la silueta de esa congregación que parecía surgir de un gigantesco hormiguero, me había llamado la atención su sonido. Poco a poco, en lenta procesión, se acercaban aumentando la turba, haciéndose reconocibles a mis ojos. Los habitantes de Betel iban arribando desde lo que supuse debería ser el santuario. Parecían satisfechos, ebrios de emoción, en una suerte de alegría inútil que es la que precede a la tormenta, un tumulto de corazón que el sólo el advenimiento de la lluvia no justifica. Los sacerdotes excitaban sus almas con liberadoras imágenes de los dioses adoptivos que portaban, otorgándoles a cada uno una parcela de su propia entidad, reconociéndose en ellos por la naturaleza divina de que participaban y a través de la cual podían atisbar la trascendencia, tanto como esos dioses mismos podían reflejarse en su obra para reconocerse en su humanización. Entre todos los rapados charlatanes, distinguía a Sebastián, también con la cabeza afeitada, declamando más fuerte que nadie y despertando oleadas de admiración. Mi corazón era una fiesta y extasiado lo contemplé con la tropa que lo seguía en ruidosa bullanga y que en verdad se comportaba como si el fin de los días estuviera cerca. Deidades egipcias desfilaban junto a otras babilonias, griegas, hititas y otras mas bastardas. Se presenciaban fervorosos cuadros de hombres y mujeres masturbándose o iniciando un torpe fornicio, inconsumable si pretendían seguir el ritmo de la procesión, lo que elevaba la fiebre y el rijo. Otros, en raptos de arrebatado éxtasis, llorando y rezando, ofertaban su dolor, trasformado en placer, arrastrándose de rodillas y haciéndose azotar, riendo con la divina gracia de Dionisos ebrio y tal como sus bacantes dispuestos en su locura, a destrozar a dentelladas el cuerpo de cualquier hombre o animal para devorarlo. Todas las celebraciones y ritos, paganos o no, se parecen en sus formas, existiendo siempre un paréntesis donde no hay medida ni ceremonia, sólo catarsis desprovista de orden. El rezumar del vino derramado como símbolo de los diversos desechos excretados o eyaculados en violento aroma, envolvía pesado, el aura de santidad de los que a costa de su insensibilidad física, magullaban y horadaban sus carnes hasta la infección purificadora que devenía en comezón. La fiesta continuó unas horas más y Sebastián departía bendiciones aquí y allá y muchos se decían sanados de sus males para gran admiración de todos.