miércoles, 11 de marzo de 2009

santuario

Llamé a varias puertas sin obtener respuesta. Llegado al convencimiento de que nadie había dentro entré sin más en una casa que tenía el acceso fácil por la terraza y tras comprobar que efectivamente estaba vacía, busqué agua y alimento. Dentro hallé un pozo y con esfuerzo conseguí extraer toda el agua que necesitaba, y más que me eché por encima. Comí pan ácimo con grasa de cordero y naranjas y el sueño me invitó a tumbarme en el suelo. Mi espalda agradeció el contacto con su dureza y los ojos cerrados veían el naranja de la piel de los párpados translúcidos por efecto de la luz. Las voces que oía se me representaban ahora como una multitud celebrando el baño místico de los iniciados en el Jordán que se besaban con su cachorro de cerdo muerto. Y el mismo cerdo era el que los guiaba a todos cuando inanes caminaban ciegos por la noche, envuelta la cabeza en un saco por el mundo de las tinieblas, desconcertados y aterrorizados por el sonido del timbal, buscando a Kore para regresarla al mundo. Cuando desperté y me reconocí dentro de aquella casa en Betel, abandoné la estancia y busqué de nuevo el encuentro con un igual. El Sol se ponía y la ciudad contrastaba con los reflejos rojizos y naranjas. El santuario de la ciudad era bien conocido de todo Jerusalén y tras escalar la azotea del recinto más alto lo busqué con la mirada. Desde allí disfrutaba de una vista privilegiada de todas las colinas que me rodeaban y del movimiento de las sombras que se alargaban excitadas, deseosas de expirar en la negrura. Antes de que pudiera vislumbrar la silueta de esa congregación que parecía surgir de un gigantesco hormiguero, me había llamado la atención su sonido. Poco a poco, en lenta procesión, se acercaban aumentando la turba, haciéndose reconocibles a mis ojos. Los habitantes de Betel iban arribando desde lo que supuse debería ser el santuario. Parecían satisfechos, ebrios de emoción, en una suerte de alegría inútil que es la que precede a la tormenta, un tumulto de corazón que el sólo el advenimiento de la lluvia no justifica. Los sacerdotes excitaban sus almas con liberadoras imágenes de los dioses adoptivos que portaban, otorgándoles a cada uno una parcela de su propia entidad, reconociéndose en ellos por la naturaleza divina de que participaban y a través de la cual podían atisbar la trascendencia, tanto como esos dioses mismos podían reflejarse en su obra para reconocerse en su humanización. Entre todos los rapados charlatanes, distinguía a Sebastián, también con la cabeza afeitada, declamando más fuerte que nadie y despertando oleadas de admiración. Mi corazón era una fiesta y extasiado lo contemplé con la tropa que lo seguía en ruidosa bullanga y que en verdad se comportaba como si el fin de los días estuviera cerca. Deidades egipcias desfilaban junto a otras babilonias, griegas, hititas y otras mas bastardas. Se presenciaban fervorosos cuadros de hombres y mujeres masturbándose o iniciando un torpe fornicio, inconsumable si pretendían seguir el ritmo de la procesión, lo que elevaba la fiebre y el rijo. Otros, en raptos de arrebatado éxtasis, llorando y rezando, ofertaban su dolor, trasformado en placer, arrastrándose de rodillas y haciéndose azotar, riendo con la divina gracia de Dionisos ebrio y tal como sus bacantes dispuestos en su locura, a destrozar a dentelladas el cuerpo de cualquier hombre o animal para devorarlo. Todas las celebraciones y ritos, paganos o no, se parecen en sus formas, existiendo siempre un paréntesis donde no hay medida ni ceremonia, sólo catarsis desprovista de orden. El rezumar del vino derramado como símbolo de los diversos desechos excretados o eyaculados en violento aroma, envolvía pesado, el aura de santidad de los que a costa de su insensibilidad física, magullaban y horadaban sus carnes hasta la infección purificadora que devenía en comezón. La fiesta continuó unas horas más y Sebastián departía bendiciones aquí y allá y muchos se decían sanados de sus males para gran admiración de todos.

martes, 20 de enero de 2009

palestina mon amour



Antes de que los fornicadores se abandonaran de nuevo al sopor escancié vino para todos y cada uno cómodamente sentado fue bebiendo el suyo sin extrañar nadie el sabor nuevo de la mezcla. Poco a poco, a medida que amanecía, los cuerpos relajados se fueron quedando dormidos y sus pieles comenzaban a brillar en una rara alquimia de sueño y luz que parecía desdoblar las imágenes y animarlas de forma caprichosa. Sebastián reinició su vagar sonámbulo de un lado al otro de la casa sin cesar en la oración salvadora que lo libraba de su amor por mí, vencido por el cansancio, pero sin atreverse a abandonarse al libre fluir de sus sueños a los que temía como a sus propios pensamientos. El Sol aumentaba su posición en el firmamento y todo era ya reconocible a nuestros ojos, pero los cuerpos que antes brillaban, se hacían opacos y comenzaban a desprender el inequívoco y denso olor que la muerte dejaba a su paso. Ella era la que me inspiró cuando los que no terminaban de dormirse, tampoco daban muestras de mucha animosidad y busqué uno a uno sus cuerpos para atravesarles el corazón con el puñal. Jairo, en su altar me miró con bellos ojos y serena expresión incluso tras sentir el filo atravesar su garganta. Sebastián de nuevo vencido, incapaz de afrontar su soledad, buscaba mi aliento con su boca, tratando de excitar mis sentidos con la mano en mis testículos. Pero yo ni quería ni podía atender sus requerimientos, y tomando el machete, con violencia comencé a desmembrar los cuerpos desparramados. La muerte, inseparable compañera, me seguía allá donde fuera, convirtiéndome en emisario de la desgracia, haciéndome sentir esta idea, emplazado en un lugar donde la soledad podía ser más dolorosa que la que sufría Sebastián. Asestaba golpes con fuerza, como si al igual que mi amigo, necesitara escapar de mis propios pensamientos, agradeciendo la dificultad que suponía desgarrar esas carnes con mi escaso puñal o quebrar sus duros huesos con mi machete insuficiente y poco afilado y poder ocupar hasta el desfallecimiento, un tiempo que de otro modo sería insoportable incluso a mi corazón entrenado en la tragedia.

¿Será ésta sangre devuelta a algún río de dolor tenue hasta coagular olvidando su original herida?, ¿Se reunirán todas las almas desalojadas de su cuerpo por el fétido pedo-muerte en alguna colina verde y mullida, a bailar con enfermedad la música de todos sus recuerdos? ¿Bastará toda esta comida para conformar a mi padre? Preguntas caprichosas algunas y que no urgían respuesta, azares que mi mente sobre emponzoñada, desbordaba a las morrenas de mi espíritu.

Yahvé. Su

Cáscara

Anuncia

Amor y

Piedad

EL FIN

A espetaperro

Israel

Idolatra

Moras y

Manzanas

EL FIN

Arúspice sin

Vísceras

Preconizas

Santuario y

Silencio

LA MUERTE

Celebré el poema de Sebastián con una mirada de aprobación que lo confortó como lo podía hacer cualquier gesto amable que tuviera con él. De nuevo me solicitó a su lado y esta vez complaciente y vencido por el cansancio me dejé caer en sus brazos y entrelazados en la sangre esperamos el descanso. Todas las trompetas que anunciaban el día del juicio nos recibieron al sueño suspendidas en el aire provocando en su tañer infinidad de círculos concéntricos en ese mar entre pirámides sobre el que andábamos. Tanta quietud y tanta perfección eran celebradas insolentemente por el sonido que preconizaba el inicio de toda la sangre que dios iba a verter desde su reino. Tanta sangre para despertar a la belleza, desde su siesta, se hacía necesaria. No haya vergüenza por ello aunque la sangre lleve a escándalo, son las cosas de Dios, sus maneras.

lunes, 12 de enero de 2009

pompe funebre

Las visiones que acompañaban mis miedos me abocaban a mi único asidero, Sebastián, adicto también como yo, aunque él, en vez de a ningún hálito, a los vinos con que sugestionábamos a nuestros visitantes, que me seguía brindando perezosamente su culo para que me aliviara. El recuerdo de ninguna noche existía en mí, salvo la de mi encuentro con Pablo y tras cada crepúsculo me sumergía otra vez en la frescura vacilante de las calles de Jerusalén como en el cuerpo de una sacerdotisa virgen, embriagándome de tantos perfumes nuevos como podía hallar presagiando a la vuelta de cada esquina la turbadora presencia del ladrón, quizás acompañado de su amigo el viejo. Pero esta vez no caminé mucho más allá de la casa donde vivíamos al pie del Hinón y donde sin horario dormitaban cuerpos de hombre desahuciados de su voluntad, reunidos en los lindes de la ciudad, sin terminar de concretar su huída hacia el escándalo de sus deyecciones. Al pie del desfiladero, desafiante, monté guardia como en un rompecielos donde atracan vientos salubres y encendidos que hacían a mi polla encaramarse saludando al abismo, recibiendo gozosa llamaradas de sangre que la inflamaban y enrojecían. Me masturbé cadenciosamente, deteniéndome en cada desplazamiento de mi mano desde el bálano, que aplastaba contra mi mano, frotándolo al filo del dolor, hasta la base donde sentía pendular agradablemente mis cojones, para finalmente, derramarme en el vacío. Desde el fondo de la Gehenna sentía a mi padre reclamar toda la comida que yo desperdiciaba, omnipotente y severo, cruel... Mis piernas flojeaban y la sangre parecía detenerse antes de llegar al extremo de ningún miembro, incluida mi cabeza. El aire llegaba escaso a pesar de mis cortas pero rápidas boqueadas y la vejiga incontinente dejó escapar toda la orina que alojaba. Los vientres de cientos de oficiales americanos asomaron gigantes del cielo extendiéndose hasta las rocas oscilando toda su opulencia intestinal como de reses dionisíacas. La mirada de Sebastián, aún displicente, comenzó a cobrar cierto matiz de curiosidad y su polla no sólo no remitía a su tamaño natural si no que crecía ante mí animada precisamente por mi presencia. Antes de que pudiera correrme, se acercó felinamente hasta alcanzar una cómoda posición entre mis piernas y sin dejar que continuara masajeándomela, se la tragó hasta la empuñadura con maestría que hablaba de su buena disposición a ese acto seguramente tantas veces celebrado. El placer era lo de menos. Necesitaba de un orgasmo para liberarme de la incomodidad física y de paso de la inquietud que me turbaba y el solícito gesto de Sebastián no podía hacer sino retrasarlo, así que tomando su cabeza con ambas manos, le imprimí un ritmo más apremiante que su cadencioso y desesperante chupetear, esperando un rápido desenlace. No podía observar la cabeza y la joven nuca de Sebastián en su abandono desatinado, reconociéndome tan certeramente en él sin dejar de sentir una profunda piedad. Con los ojos cerrados a la imagen de mi amante que me distraía de mi propósito más inmediato, trataba de descifrar todas los misterios que en el camino de vuelta a casa, el paisaje me había sugerido. Misterios húmedos y olorosos, guardados celosamente si no adornados por un efectivo cortejo de motivos que los hacían más necesarios, misterios en fin, suspendidos muchas veces en contacto con fina tela de algodón o directamente al aire, balanceándose en medio de su descomunal borrachera o por efecto de sus finteos en el manejo de la espada a punto de atravesar un cuerpo. Al principio con dificultad, pero como si la resolución de uno llevara al esclarecimiento de otro y la verdad de este a la revelación de otros tantos, una suerte de luz se me hizo gozosamente al tiempo que me corría en la boca de Sebastián. Pero el instante jubiloso de la iluminación pasó en breve y al vacío y la asunción de la inutilidad del acto hube de añadir el escozor que persistía en mí con toda su virulencia. Sebastián, entregado a su devenir circular, se dejó caer en el suelo rezumando esperma por la boca y con los ojos cerrados, como una criatura disminuida obcecada en el único placer que conoce, comenzó a masturbarse trabajándosela tan detenidamente igual que antes había empezado a trabajarme la mía. Aún empalmado y con la misma ansiedad, sin que el reverberar de la voz del Hinón cesara en mi cabeza, levanté sus piernas hasta casi hacer tocar las rodillas con los hombros y se la apunté en su ojete viscoso. Él, sin la total certeza de quien lo poseía, pues seguía con los ojos cerrados, se acariciaba lejos, lejos de aquel lugar y de todos los que allí estábamos, lejos incluso de mí que lo embestía cada vez con menos miramientos, seguramente celoso de todo lo que él podía amar en esa dimensión en la que buceaba, tratando de llamarlo al orden de la realidad que quería que compartiese conmigo. Mis embates me colmaban de un cansancio infrecuente; el orgasmo constituía un fin único, la consumación de una tarea impuesta lograda como un tributo doloroso; agotadora, que se extendería hasta el infinito si nada se interpusiera como excusa para abandonarla.

en mi casa sosegada



Sangre roja se

Arroja de

Perro a

Perra

Manteca hermosa

De can

Adentro se la

Mete

Y en el río en

El monte

Hasta el alma se

Lamen

Cola tiesa en

Furor

Al manzanillo el

Agua

Mozcorra cachorra

Arroja

Fuego por

Esperma

Y con la picha con

Los cojones

Hasta el alma se

Lamen

Jodienda de perro y

La luna

Gemido corrupto

Chorrea y

Bulle como

Amor

Culo ardentoso

Abraza el

Aullido de

Perra

Y el aliento y

La saliva

Polutos humillan

La hierba

Embuto con furor

¡Dios! a

Cada embate en

Sus ancas

Abarcia animal

De corrida

Y con esperma y

Con amor

Las mierdas

Refrescan

. Sólo en contadas ocasiones en que alguien deseaba iniciarse en nuestros conciliábulos, la iguana dejaba de ser un fetiche de culto decorativo, concursando con el resto de las cosas en la creación de una puerta ideal a través de la que escapar al miedo y negar la vida. Nuestros hombres, durmiendo magníficos en alta mar, mecidos indolentes y desnudos por mareas de color violáceo, mermaban sus carnes y blanqueaban la piel cuanto más devotos se hacían de nuestro culto, llegando muchos a arruinar completamente sus vidas, tanto que desposeídos de todo, Sebastián los arrojaba a la calle desde el momento en que no podían costearse más veladas en nuestra casa, negándoles para siempre la entrada, irremediablemente perdidos en su seol de desdicha. Y mientras las imágenes del engendro follado y de sus devotos abúlicos se desvanecían junto a las proclamas de Sebastián, mi mente viajaba como el nómada que se aventura a lugares desconocidos preguntándose por la impresión que le producirá su llegada allí, si la ciudad será como la ha soñado, o se asemejará a algunas de las ya conocidas, yo, que nunca había salido de Jerusalén, y el dinero me abría enteras las puertas del mundo... me aburría una vez más. Necesitado del hálito de Sebastián en mi garganta, eché de menos su voz declamando en la penumbra y alertado lo llamé sin que él respondiera a mi llamada. Un desconocido sentimiento de indefensión agudizó mi malestar y busqué a mi amigo por todos los rincones, tratando de reconocerlo entre los anónimos cuerpos que dormitaban, reclamándolo repetidas veces, cada vez más agitado, con la ausencia de su vaho enfriándome la piel y acelerando vertiginosamente el ritmo de mi corazón. Un dolor agudo me hería inhumanamente el vientre remitiendo poco a poco antes de volver a insistir cada vez con más intensidad haciendo que me revolcara aullando horrorizado, escandalizado por las dimensiones de mi padecimiento.

-¡Sebastián maldito! Estoy naufrago en este inmenso sufrir ¿dónde están tus costas?- Me arrastré como pude hasta el mostrador donde preparaba los vinos aromatizados de estramonio y bebí ávido una jarra entera sintiéndome al tanto aliviado, conjurando la venganza que el destino echaba sobre mí, por todas las vanas esperanzas de felicidad que en alguno u otro momento había tenido la debilidad de concebir.


jueves, 8 de enero de 2009

aqui me quedo

Bendita sea la confusión si me distrae de mi estómago, bendito el dolor agudo si hace imperceptible el latir de mi hígado, bendito el eclipse de mis sentidos si eclipsa también mi corazón, bendita sea incluso la muerte si relaja mis esfínteres y el comienzo del mal olor sucede al alivio de toda mi visceralidad. Las furias, también benditas, que no se detengan a mirar el paisaje que devastan y continúen implacables su labor de destrucción, que se haga el milagro de la lluvia, o el milagro de la canción. Que todo se componga ideal para el baile de las almas condenadas a la inexorable necesidad de respirar a cada paso, a cada vuelta, sosteniendo asustadas sobre hombros temblorosos, el hálito que las mantiene en la desdicha. Sin descanso, sin final, arrastrando sus pies descalzos por la duna de arena que recoge lágrimas, sudor o gotas de lluvia con que refrescar a sus negros alacranes. Que sea este mi lugar en el mundo, y esta mi suerte por haber sido contemplado por los buenos idus que no podían callar y dejar de mentar peces y voluntades torcidas, un futuro por asistir. Debí ser animal errado, hijo de bestia ciega que sometió mi destino a la servidumbre de otros, venganza de los dioses, como el Minotauro, como la bestia que alumbró Clodia, como el amor y el deseo. Que a pesar de su encuentro con su verdadero embrión, de sus privilegios y de todo el amor y el placer de que era capaz suspendido durante horas en el útero de Aholibah, su disgusto por el mundo seguía intacto convenciéndolo de que no debía existir felicidad para él, más acá de la muerte. - ¿Qué sucede entre mis iluminaciones? ¿Cuál es la consistencia que conforma la base de mi ser que impriman exageradas veleidades?¡Dejadme! ¡Dejadme expirar! O soñar para siempre con otros actos y conducirme en la consecución de deseos más amables, navegar desnudo por el río lleno de peligros convertidos en balsámicos lechos de amor; todos sus remolinos, que me arrastren hasta el fondo y me devuelvan a placer, que me hunda por sorpresa en sus pozos incontables horas otorgándome el impagable don de la respiración subfluvial, todos sus monstruos que me amenacen y me acechen suscitando en mí los miedos más acervos a los que me entregaré soliviantado, que me devoren si lo desean... mi amor quiere ser infinito y traspasar los límites del deseo, rodear con su hálito las montañas, mecer con su influjo los bosques latiendo al compás del mundo; poder lo mismo correr por senderos y paisajes conocidos que me vieron crecer, que replegarme sobre mí en esta recreación de úteros amables.-

fiesta

El lastimoso sonido de un cuerno despunta heroico anunciando el sublime suceso. Las almas que una vez se cruzaron y entre ellas se hablaron al oído llegando incluso a caminar juntas, concienciadas de su exilio se encaran tristemente al muro que las separa unas de otras y recuerdan a modo de purga, su vergonzoso transitar aladas en pos de la dicha que creían contenida en el placer o la gloria. Las que han perdido la lozanía se preguntan acerca del momento en que permitieron que eso ocurriera. Otras, ya despojadas de cualquier recuerdo y mientras andan en cuclillas, esgrimen rosarios insignificantes sin poder evitar, en el vaivén de sus cojones a cada paso, soltar sonoras pedorretas. No habrá más celebraciones, ni festejos, nunca más, a partir del sonido del cuerno se reirá. Hoy sí, hoy os dejaréis caer de bruces y podré someteros a placer.
Apenas había gente en la ciudad, y los pocos que se veían se afanaban inquietos en sus últimos quehaceres presos de una extraña agitación. El resto se debía hallar presenciando las ejecuciones de los bandidos capturados en el Cedrón. Desde la puerta de los rebaños, bordeando la muralla, hasta el calvario se extendía un largo y penoso camino de crucificados en silenciosa agonía. Situados en un concreto limbo que los separaba unos palmos del suelo y del resto a los que todavía no les era dado agonizar, señalaban su confinamiento exánimes, exhalando sólo de vez en cuando un grito que era una llamada de auxilio ante el mundo o las fuerzas que lo animan, sobre su martirio insoportable.

...Quizá fuera la proximidad de la muerte lo que hacía erguirse su grueso pene, al menos eso he creido hasta hace poco, y los soldados persuadidos bromeaban y reían masajeándoselo para que terminara de empalmarse. Las muescas de los recientes latigazos impresas en esa piel blanca me humillaban a mí más que a él, al sentir que acrecentaban mi deseo, también translucible en el grosor que alcanzaba mi polla y que no era si no un pequeño síntoma de todo el barullo que era mi corazón. Estaba enamorado. Y cuando a punto se encontraba el verdugo de golpear la cabeza del primer clavo apuntando contra su muñeca, no pude hacer otra cosa que detener su mano y hablar no sin infinita vergüenza por todos los que allí estaban.

- Puedo ayudarte si no te ofendes por ello - le anuncié en tono grave, esperanzador... fascinado por el modo en que su glande se descubría sobre su ombligo

- ¿Qué deseas de mí? -se interesó él, con débil voz, despojado de su orgullo, derribado al sentir el tacto del hierro a punto de atravesarle

-no debe de ser difícil leer en ojos de los que te admiran, sus deseos... - y su mirada evidenciaba todo el trabajo y la fiebre que se fraguaba en su interior, oscura, más ahora que las pupilas lo llenaban todo, tratando de ver más allá de mi rostro, dispuesto a cualquier acto por su salvación. Y cuando finalmente percibió mi hinchazón, después de dudar unos instantes, se liberó con violencia de las manos que lo apresaban, arrodillándose ante mí. Aunque no creí que alguna vez se hubiera ejercitado en cometidos como este, se acercó a mi polla y arropándola con dulces labios, la mamó como seguro le gustaba que a él se lo hiciesen. El miedo lo inspiraba felizmente y yo ufano, de nuevo manifesté silenciosamente gratitud al cielo por la visión de esa espalda humillada de heridas, sometida a la servidumbre de mi polla que veía aparecer y desaparecer ensalivada de su boca como un extraño absceso. Se ejercitaba en técnicas que ensayaba y aplicaba concienzudo por primera vez y cuando se daba un respiro, aprovechaba para mirar a cierta distancia la carne, con sorpresa quizás, de sentirse disfrutar con ese acto. Lo dejé hacer, complacido por su buena disposición, recreándome en el modo en que aplicaba para mi placer, cada gesto que aprendía. Empecé entonces a acompasar mis movimientos con los suyos, más pausadamente al principio para ir progresando en intensidad hasta sentir la inminencia del orgasmo. Me introduje con fuerza hasta el interior de su garganta, aprisionando bien su cabeza con las manos y aunque frenando su natural instinto de debatirse por la asfixia, recibió mi esperma con una fuerte arcada. Una vez liberado pudo toser cuanto quiso y levantando la mirada desde el suelo quiso complicarme con una maravillosa sonrisa porque no sabía que su suerte ya estaba trazada de antemano y mi promesa era mentira. Cuando fue izado, su polla túrgida lo debía enfurecer más que mi engaño y no dejaba de insultarme escandalosamente.

El comandante Stuart me observaba con maravilla, creyéndome divinamente inspirado, observando mis actos con detenido celo. Las siluetas negras de los crucificados contrastaban bruscamente con los cirros violetas del firmamento y conforme la tierra se iba tiñendo de sangre y el dolor cuajando en el aire, el cielo abandonaba sus viejos pudores entregándose desnudo al infierno, copulando al unísono que la muerte lo hacía con el placer y la sangre con el vino. Stuart, como un rey de armas aparecido del rojo firmamento, continuaba dedicado a mi contemplación y buscaba ahora mi mirada para exhortarme a actos que yo creía adivinar.

Señalé al siguiente en ser ejecutado que enseguida fue liberado del peso de la cruz así como de sus ropas y Stuart sonrió apenas lo suficiente como para darme a comprender que yo actuaba según un plan. El reo exhibió un cuerpo florido de lisos muslos, culo aterciopelado y espalda interminable y Robin ya ordenaba que entre dos, lo sujetaran a fin de facilitarme la tarea de metérsela y de revolverme en su interior. Su rostro aunque joven, asonante con su torso lechoso y terso de adolescente y los delicados brazos, no era equilibrado. Había en él una informidad quizá a causa de su mandíbula demasiado alargada o sus ojos sapunos o quizás de la desigual pelusa de su bozo que en la mortecina luz de antorchas, lo hacía repulsivo. Gritaba exageradamente y yo lo detesté por permitirse, a pesar de su fealdad, ponderar de esa manera la manifestación de su dolor. Busqué su ojete entre los relucientes glúteos y lo ensalivé mínimamente para permitirle el paso a mi polla. Gritó aún más si cabía al sentirla deslizarse dentro y yo embrutecido no tuve reparo en golpear con ímpetu y sin miramientos el trasero que se hacía sentir agradablemente al contacto con la parte alta de mis muslos al final de cada embate. Golpeé y golpeé apresando sus testículos y estrujándolos con fuerza, exhortándole a gritar cuanto quisiera pues su dios se hallaba lejos, inalcanzable a sus lamentos. Y él obediente así hacía como un animalejo apresado excitándome cada vez más y animándome a embestir ciegamente, desalojando entero mi rabo de su culo para meterlo de nuevo en su interior con toda la brusquedad de que era capaz sin atender a los límites que mi propia resistencia a la fricción pudieran imponerme. Me corrí todo lo deprisa que pude a fin de ahorrarle a mi verga el sacrificio de empujar mierda tan innoble y obligándolo a dejarse caer de rodillas restregué en su cara toda la miasma de su intestino que se había adherido a mi polla. Y aún cuando terminé mi aseo, él siguió gritando, negándose a ser crucificado. Todavía sujeto por ambos brazos, Kimberley aprovechó para propinarle una buena tanda de patadas en los cojones que lo tranquilizaron y castrarlo con su cuchillo. Gesto en apariencia cruel pero que le ahorraría una larga agonía en la cruz y que aliviaría al paisaje de sus gritos. Ya en silencio, fue izado.

Encenagado de amor trataba de adivinar con ansiedad de adicto, en el informe bulto de cuerpos condenados, el siguiente a desnudar. A todo lo largo del sembrado de cruces los ciudadanos festejaban haciendo oír sus tambores, sus gritos y risas ebrias, en la orgía general en que había devenido su júbilo. Stuart eligió por mí a un niño bailarín con el que alguna vez, en ausencia de Paul, se me había escapado algo de ternura, allá en las cuevas. Me acerqué a él decepcionado. Conocía ya su cuerpo y cuando lo desnudaron no significó ninguna sorpresa; su ingle lisa y lampiña, apenas visible la cicatriz de su amputación que remedaba una delicadísima vulva impúber, sus finas pantorrillas, su abdomen interminable sobre su delicada cintura... sus ojos negros muy abiertos bajo mechones de pelo rizado y labios finos, extranjeros, que lo hacían raro y exquisito. Kimberley me ofreció su puñal y con él busqué entre sus piernas, su vieja cicatriz, para abrirla. Sin miramientos, con la fuerza que exigía practicar un agujero sondable y de una profundidad que me sirviera en mi propósito. Alojar mi polla dentro de la carne recién abierta fue una impresión nueva y la sangre acariciando mis huevos antes de caer en tierra me animaba en mis aprendidos gestos de amante, empujando como si jodiera a una verdadera muchacha. Él apenas gritaba; gemía tan solo, derramando abundantes lágrimas, inconsolable ante el hecho de que yo pudiera hacerle tanto daño. Enfrentado a mí, trataba penosamente de capturar mi compasión con sus ojos ambarinos, irisados por el agua de su mal, sin encontrar en los míos más que un obcecamiento que iba más allá de cualquier sed y se anteponía a cualquier afecto. Me corrí en lo profundo de su herida y mis ojos enfebrecidos debieron dolerle más que la hoja del cuchillo pues cerró los suyos con infinita pena, apartándose de donde yo estaba, confinándome al inmediato olvido. Ya desmayado cuando lo izaron, no volvió a sentir el dolor.

La sangre me manchaba de los muslos a los pies y mientras capturaba las últimas gotas de semen presionando desde abajo sobre mi verga tiesa y también ensangrentada, volví mi cabeza para buscar a Stuart. Sentí fascinación y exaltamiento en su rostro, como si de repente las doce fuentes de la sabiduría le hubiesen sido reveladas, de forma abrupta, directamente por el culo sin los larguísimos prolegómenos que exige su estudio.

Ya era noche cerrada y la de las antorchas era la única luz que nos hacía visibles los cuerpos. Robin y Kimberley bebían vino y se besaban con alegría detrás de cada palo ensangrentado, marcando con cada beso, el vía crucix de su amor, celebrando con risas la fortuna de haberse encontrado. Celoso de ellos los buscaba con la mirada, más allá de los condenados, reclamando para mí, una sonrisa cómplice. Apenas Stuart me vio, quizás descubriéndome, rió con desahogo al tiempo que hacía amago de cascársela. Yo, ofendido volví con despecho a lo que andaba y atraje hacia mí con rencor, a uno de los ladrones. Era hermoso, no el más hermoso, pero sus cejas eran pobladas y sus ojos profundos como simas, su tez oscura, los labios grávidos, el pecho liso y lampiño, algo hundido en el esternón, insinuándose el vello del pubis que coronaba la, como no podía ser de otro modo, pesada verga. De rodillas, con la cabeza entre las piernas de Valerio, podía tantear sus cojones colgando, así como su ojete que era también una oscura sima y que por sus heridas deduje que no debía haber sido desaprovechado por los soldados en el campamento. Me deslicé en su interior abriendo a mi paso las heridas que enseguida manaron su sangre facilitando el acoplamiento. Apenas me moví dentro, detenido como estaba acariciando sus magros glúteos que me apresaban y antes de que comenzara a hacerlo, sentí como se contraían por efecto de un repentino orgasmo. Sus nervios apenas toleraban el contacto con mi polla y lo sufrían con dificultad. Aún así arrecié mis embestidas, recibidas con ininterrumpidos espasmos y gemidos ahogados, pero sin que su verga mermara lo más mínimo a pesar de su reciente desalojo. Al contrario, se elevaba, pareciendo pugnar su cipote enervado, como un arco tenso, por un lugar donde brillar con las demás estrellas del cielo. Y solo bastó que lo apresara con mis dedos para que lanzara de nuevo su esperma a esa negrura que anhelaba. Después de este estremecimiento, sentido en mi polla misma por obra de su culo contrayendo los anillos de su magnífica musculatura, sus orgasmos se sucedieron sin tregua en una suerte de epilepsia incontenible. Hubo de ser aferrado aún con más fuerza entre varios soldados para que yo continuara en mi tarea de encularlo. Maravillado por sus violentas sacudidas, entraba y salía de su culo inquieto, hasta llegar a sentir la inminencia del orgasmo. Mi amante desmayado pudo finalmente descansar su piel de tanto placer y tendido sobre la cruz, nos iluminaba con su gesto embelesado. El sonido del martillear del clavo sobre su muñeca me hipnotizó como si fuera música, urgiéndome la necesidad de ver que trozo de clavo era el que se hundía con cada golpe y como la piel era traspasada con tal limpieza. Aún izado yo seguía oyendo esos golpes secos y precisos, implacables en su asunción de lo absoluto.

Robin y Kimberley abandonaron sus juegos y observaban cautivos a Stuart, como si lo hubieran reconocido. Se acercaban a él con timidez y valoraban incrédulos su rostro. Pero Stuart apenas percibía nada que no fuese esa representación. Para mí no había descanso posible y busqué el dichoso encuentro con mi siguiente amante. Le conminé a que dejase de llorar pues si no lo hacía desearía hacerle daño de verdad. Era joven pero recio y vigoroso y esas lágrimas le desacreditaban. Su pelo lacio y abundante cubría su frente y dulcificaba aún más su rostro originalmente amable. Nunca antes había dejado de sonreír y su boca describía un maravilloso arco que lo iluminaba con gracia desarmante. No así ahora que se empecinaba en hacer mohines que de alguna manera también lo embellecían. Tomé con la mano, de la sangre fresca que se deslizaba por uno de los palos y la restregué sobre su cara





domingo, 4 de enero de 2009

el bosque de la noche

-He bebido el alcohol de los marinos, suelto las amarras que me atan a tu recto y me marcho... no quiero necesitar más de ti- balbuceé aunque sin fuerzas para moverme, sintiendo que me había librado una vez más de la parca más implacable y paciente de todas. Me levante con esfuerzo buscando el aire fresco y limpio de la noche con la sensación de que el tiempo que saboreaba era tiempo que vivía de más. También los cadáveres que encontraba en mi camino me afirmaban en la idea de que una vida valía para poco. Anduve asombrado de todas las cosas que conocía y que ahora se me mostraban con infinidad de formas que siempre había pasado por alto. Mujeres de voces ásperas me invitaban a acercarme desde el fondo de callejones oscuros, figuras grotescas que se apretaban torpemente al pie de los muros voceaban gratuitamente y desde la espesura de las higueras se oían también gritos y juramentos. El dolor ya no existía para mí, había desterrado su acción devastadora fuera de mi alcance y andaba con la seguridad de que los espectros que se cruzaban en mi camino no podían conmigo porque si andaba entre los muertos, en el paraje de su amoroso encuentro, yo era también uno de ellos, igualmente emplazado en la umbría de la indefinición, esperando como todos, una amable caricia. Los perros flotaban en el aire y atrapaban sombras de enredadera con que intoxicar el aliento de los besos que se daban detrás de las esquinas. Algunos me hablaban al oído y mi infinita sabiduría me hacía cómplice de todos sus secretos.

-Corre Silvano, corre, que aunque la resaca de mañana la conozcas, esta noche se erige sobre ti poblada de laberintos inmaculados e innúmeros para que tú los visites, para que tu violentes la paz de sus perspectivas y doblegues sus significados. Ríndete a las sombras que no son si no tu mismo, modela con la materia que te envuelve tu anhelo ideal y grita de placer, chubasca tu diversión a los cuatro costados y muéstrales a todos tu polla bien tiesa, proyectándose al infinito- y con estos buenos presagios me contuve de cascármela buscando más bien en la noche, enfebrecido de euforia y deseo, un agujero donde meterla.

-No quiera Dios que tu semen sea la semilla huera caída en la roca, mira a tu alrededor y dinos si no es verdad que la carne que es la materia del deseo no es modelable según nuestros anhelos; sólo has de aprender a usar tu mente- Veía muertos a mi alrededor, mejor, veía cuerpos donde la muerte se alojaba tratando yo de adivinar en que parte de ellos se hospedaba; En sus miembros, en su cabeza, en su corazón... me acerqué a uno de ellos y retiré sus ropas buscando un agujero practicable. Como estaba tripa abajo masajeé el esfínter para que se dilatara lo que hizo con sorprendente rapidez saliendo la muerte recién despierta en forma de aciago denso y maloliente pedo con el mismo olor que encontraba en el culo de Sebastián y con la misma capacidad de conmoverme. Respiré profundamente invitando a la muerte a instalarse cómodamente en mí y al tanto ya la sentía bajo mi hueso sacro en la base de los cojones tensándome la verga, inspirándome la sola determinación de atravesar el epicentro del deseo a golpe de riñón. Me tumbé sobre el cadáver y lo ensarté con la vivida y consciente impresión de mi verga como un gigantesco instrumento descarnado arrasando vastas extensiones de carne de hiel a su paso, para terminar embistiendo en su punta con un rugoso promontorio de hez, logrando en el impacto la comunión de esa mierda condenada a un inminente y ultrajante desalojo al exterior, con mi semen. Sin darme tiempo a detenerme siquiera la muerte ya bombeaba de nuevo desde su posición la sangre a mi polla embruteciéndome y haciendo que continuara escarbando en el barro como quien trata de encontrar su tesoro escondido. Los perros envenenaban mi culo a lengüetadas y el prurito se intensificaba a cada embestida abocándome al delirio máximo, con mi mente deslumbrada por una luz más fuerte y cegadora que la del sol. Mi lengua saboreaba el cuello del muerto, la carne blanca y amarga de su piel lijándome la boca con sus poros contraídos, hirientes como patas de gusano. Tomé después mi daga para practicar una brecha en el abdomen y busqué en su interior. Nunca había explorado más allá del primer intestino y mi mano curiosa ya se aventuraba por la oquedad recién abierta palpando las tripas, aún calientes, arrancándolas y arrastrándolas humeantes al exterior. Luego, insistiendo aún sobre su culo obcecada y desesperadamente, con el mango de la daga, golpeé y golpeé hasta consegur desprecintar el cráneo, y separando con el filo los dos hemisferios, engullí con voracidad los sesos. Al segundo orgasmo, sin aliento ni fuerzas, para levantarme preferí seguir tumbado encima del cadáver, con mi polla ablandándose dentro.

Poco queda de mí tras mis partidas a los lugares que me alivian, nada que se distinga de un gran vacío en el que no encuentro confort ni abrigo. Sólo frío y abandono. Tras el éxtasis el sopor.