lunes, 12 de enero de 2009

pompe funebre

Las visiones que acompañaban mis miedos me abocaban a mi único asidero, Sebastián, adicto también como yo, aunque él, en vez de a ningún hálito, a los vinos con que sugestionábamos a nuestros visitantes, que me seguía brindando perezosamente su culo para que me aliviara. El recuerdo de ninguna noche existía en mí, salvo la de mi encuentro con Pablo y tras cada crepúsculo me sumergía otra vez en la frescura vacilante de las calles de Jerusalén como en el cuerpo de una sacerdotisa virgen, embriagándome de tantos perfumes nuevos como podía hallar presagiando a la vuelta de cada esquina la turbadora presencia del ladrón, quizás acompañado de su amigo el viejo. Pero esta vez no caminé mucho más allá de la casa donde vivíamos al pie del Hinón y donde sin horario dormitaban cuerpos de hombre desahuciados de su voluntad, reunidos en los lindes de la ciudad, sin terminar de concretar su huída hacia el escándalo de sus deyecciones. Al pie del desfiladero, desafiante, monté guardia como en un rompecielos donde atracan vientos salubres y encendidos que hacían a mi polla encaramarse saludando al abismo, recibiendo gozosa llamaradas de sangre que la inflamaban y enrojecían. Me masturbé cadenciosamente, deteniéndome en cada desplazamiento de mi mano desde el bálano, que aplastaba contra mi mano, frotándolo al filo del dolor, hasta la base donde sentía pendular agradablemente mis cojones, para finalmente, derramarme en el vacío. Desde el fondo de la Gehenna sentía a mi padre reclamar toda la comida que yo desperdiciaba, omnipotente y severo, cruel... Mis piernas flojeaban y la sangre parecía detenerse antes de llegar al extremo de ningún miembro, incluida mi cabeza. El aire llegaba escaso a pesar de mis cortas pero rápidas boqueadas y la vejiga incontinente dejó escapar toda la orina que alojaba. Los vientres de cientos de oficiales americanos asomaron gigantes del cielo extendiéndose hasta las rocas oscilando toda su opulencia intestinal como de reses dionisíacas. La mirada de Sebastián, aún displicente, comenzó a cobrar cierto matiz de curiosidad y su polla no sólo no remitía a su tamaño natural si no que crecía ante mí animada precisamente por mi presencia. Antes de que pudiera correrme, se acercó felinamente hasta alcanzar una cómoda posición entre mis piernas y sin dejar que continuara masajeándomela, se la tragó hasta la empuñadura con maestría que hablaba de su buena disposición a ese acto seguramente tantas veces celebrado. El placer era lo de menos. Necesitaba de un orgasmo para liberarme de la incomodidad física y de paso de la inquietud que me turbaba y el solícito gesto de Sebastián no podía hacer sino retrasarlo, así que tomando su cabeza con ambas manos, le imprimí un ritmo más apremiante que su cadencioso y desesperante chupetear, esperando un rápido desenlace. No podía observar la cabeza y la joven nuca de Sebastián en su abandono desatinado, reconociéndome tan certeramente en él sin dejar de sentir una profunda piedad. Con los ojos cerrados a la imagen de mi amante que me distraía de mi propósito más inmediato, trataba de descifrar todas los misterios que en el camino de vuelta a casa, el paisaje me había sugerido. Misterios húmedos y olorosos, guardados celosamente si no adornados por un efectivo cortejo de motivos que los hacían más necesarios, misterios en fin, suspendidos muchas veces en contacto con fina tela de algodón o directamente al aire, balanceándose en medio de su descomunal borrachera o por efecto de sus finteos en el manejo de la espada a punto de atravesar un cuerpo. Al principio con dificultad, pero como si la resolución de uno llevara al esclarecimiento de otro y la verdad de este a la revelación de otros tantos, una suerte de luz se me hizo gozosamente al tiempo que me corría en la boca de Sebastián. Pero el instante jubiloso de la iluminación pasó en breve y al vacío y la asunción de la inutilidad del acto hube de añadir el escozor que persistía en mí con toda su virulencia. Sebastián, entregado a su devenir circular, se dejó caer en el suelo rezumando esperma por la boca y con los ojos cerrados, como una criatura disminuida obcecada en el único placer que conoce, comenzó a masturbarse trabajándosela tan detenidamente igual que antes había empezado a trabajarme la mía. Aún empalmado y con la misma ansiedad, sin que el reverberar de la voz del Hinón cesara en mi cabeza, levanté sus piernas hasta casi hacer tocar las rodillas con los hombros y se la apunté en su ojete viscoso. Él, sin la total certeza de quien lo poseía, pues seguía con los ojos cerrados, se acariciaba lejos, lejos de aquel lugar y de todos los que allí estábamos, lejos incluso de mí que lo embestía cada vez con menos miramientos, seguramente celoso de todo lo que él podía amar en esa dimensión en la que buceaba, tratando de llamarlo al orden de la realidad que quería que compartiese conmigo. Mis embates me colmaban de un cansancio infrecuente; el orgasmo constituía un fin único, la consumación de una tarea impuesta lograda como un tributo doloroso; agotadora, que se extendería hasta el infinito si nada se interpusiera como excusa para abandonarla.

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